Nobuhiro Suwa ; Hippolyte Girardot, Francia, Japon, 2009, Ad Vitam
Comentario
Yuki y Nina se han fugado. Se refugian en la casa de campo de los padres de esta última. Su llegada a ese lugar, pese a ser familiar, está marcada por la aprensión de ser atrapadas o descubiertas: una vez que franquean el pesado portón, la cámara las acompaña desde lejos, mientras ellas atraviesan el jardín como bajo el ojo de un observador misterioso. Es Nina la que ha traído a Yuki a este lugar que ella conoce y que lleva parte de su historia, que intenta compartir con su amiga a través de los objetos que le muestra: el peluche, los huevos pintados, las fotografías. Excepto por una imponente chimenea, el espectador no verá nada, o casi, del interior de la casa, que adivinamos confortable. En efecto, mientras Nina se desplaza y cuenta, nos quedamos con Yuki que se queda como atónita, con su mochila todavía sobre la espalda, negándose a identificarse con ese lugar que no conoce y le parece muy grande para ella y, a pesar de su comodidad evidente, literalmente inhabitable.
La creación de una cabaña, mostrada casi en su integralidad, es lo que vuelve a poner en movimiento a los personajes: el director filma a las niñas en distintos planos durante el complejo montaje de una tienda, de nuevo vinculadas por ese proyecto de construcción. Esta cabaña en medio del salón, como una isla en el seno del mundo, se volverá por fin un lugar habitable, a su escala, cuyos límites precisos están fijados y donde la entrada está custodiada por animales de peluche dispuestos como tótems. El espectador se queda en el exterior de la tienda en la cual las niñas se refugian, mientras que, por la evocación de quimeras y otras criaturas fabulosas (las hadas, los goblins…) las niñas intentan conjugar la amenaza inminente y muy real a la cual han intentado de escapar: Yuki debe partir para vivir en Japón con su madre y las niñas serán separadas definitivamente.
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Yuki y Nina se han fugado. Se refugian en la casa de campo de los padres de esta última. Su llegada a ese lugar, pese a ser familiar, está marcada por la aprensión de ser atrapadas o descubiertas: una vez que franquean el pesado portón, la cámara las acompaña desde lejos, mientras ellas atraviesan el jardín como bajo el ojo de un observador misterioso. Es Nina la que ha traído a Yuki a este lugar que ella conoce y que lleva parte de su historia, que intenta compartir con su amiga a través de los objetos que le muestra: el peluche, los huevos pintados, las fotografías. Excepto por una imponente chimenea, el espectador no verá nada, o casi, del interior de la casa, que adivinamos confortable. En efecto, mientras Nina se desplaza y cuenta, nos quedamos con Yuki que se queda como atónita, con su mochila todavía sobre la espalda, negándose a identificarse con ese lugar que no conoce y le parece muy grande para ella y, a pesar de su comodidad evidente, literalmente inhabitable.
La creación de una cabaña, mostrada casi en su integralidad, es lo que vuelve a poner en movimiento a los personajes: el director filma a las niñas en distintos planos durante el complejo montaje de una tienda, de nuevo vinculadas por ese proyecto de construcción. Esta cabaña en medio del salón, como una isla en el seno del mundo, se volverá por fin un lugar habitable, a su escala, cuyos límites precisos están fijados y donde la entrada está custodiada por animales de peluche dispuestos como tótems. El espectador se queda en el exterior de la tienda en la cual las niñas se refugian, mientras que, por la evocación de quimeras y otras criaturas fabulosas (las hadas, los goblins…) las niñas intentan conjugar la amenaza inminente y muy real a la cual han intentado de escapar: Yuki debe partir para vivir en Japón con su madre y las niñas serán separadas definitivamente.