Manoel de Oliveira, Portugal, 1982, Epicentre Films
Comentario
La emoción y el asombro que podemos experimentar frente a esta película se deben ante todo a su proyecto único: como la casa en la que Manoel de Oliveira vivió durante cuarenta años en Porto tiene que venderse tras un quiebra industrial familiar, el cineasta, en ese entonces de 73 años, decide filmar allí esa película en forma de ceremonia del adiós, a condición de que se la exhiba después de su muerte. Lo que no sabía era que viviría todavía más de treinta años y realizaría otras veinticinco películas. Por una especie de recorrido tanto travieso como vertiginoso, asistimos así a una película voluntariamente póstuma como dirigida desde el limbo para un espectador que escapó de él. En el fragmento, vemos primero a Oliveira en persona quien, después de haber abierto las cortinas y permitir así que entre la luz para preparar la escena (y sin cortar en el montaje esta instalación), se ubica en el centro del cuadro y frente a la cámara se dirige al espectador, delante de un escritorio, una biblioteca y una reproducción de la Gioconda. Dispositivo simple y casi televisivo, pero realizado en película por alguien convertido en fantasma. Frontalmente, Oliveira rememora así, como luego en otros momentos de la película, elementos de su propia vida, de la de su familia y de la historia de Portugal (la película mostrará una reconstrucción ficcional de un episodio biográfico bajo la dictadura de Salazar, home-movies, un testimonio de su mujer, fotografías…).
La casa está personificada, asimilada a un testigo de una genealogía, que ha asistido a cuarenta años de una vida, ha visto morir a parientes, pero también fiestas y casamientos. Después, intervienen voces de las que nunca veremos la fuente: un hombre y una mujer que dialogan, como visitantes invisibles, que parecen deambular de pieza en pieza por la casa, vacía de seres humanos, recorriendo la intimidad burguesa, más bien aristocrática (fotografías familiares, camas, cuarto de baño) hasta un jardín visto desde un balcón (los árboles son testigos tal vez todavía más flagrantes del tiempo que pasa). Las voces, en línea con las de las películas de Duras, acompañan también planos en movimiento, separados por cortos fundidos a negro, y nombran lo que vemos, dudan, interrogan, comparan la arquitectura con la de un navío, se pelean con una cierta ironía y mucha inquietud. La cámara avanza y oímos ruido de pasos ¿son los de los visitantes de ficción o los del pequeño equipo de filmación? La música romántica de piano logra comunicar la tonalidad espectral y melancólica, “viscontiana”, como tras las huellas de un mundo en proceso de desaparición, ya desaparecido.
Comentario
La emoción y el asombro que podemos experimentar frente a esta película se deben ante todo a su proyecto único: como la casa en la que Manoel de Oliveira vivió durante cuarenta años en Porto tiene que venderse tras un quiebra industrial familiar, el cineasta, en ese entonces de 73 años, decide filmar allí esa película en forma de ceremonia del adiós, a condición de que se la exhiba después de su muerte. Lo que no sabía era que viviría todavía más de treinta años y realizaría otras veinticinco películas. Por una especie de recorrido tanto travieso como vertiginoso, asistimos así a una película voluntariamente póstuma como dirigida desde el limbo para un espectador que escapó de él. En el fragmento, vemos primero a Oliveira en persona quien, después de haber abierto las cortinas y permitir así que entre la luz para preparar la escena (y sin cortar en el montaje esta instalación), se ubica en el centro del cuadro y frente a la cámara se dirige al espectador, delante de un escritorio, una biblioteca y una reproducción de la Gioconda. Dispositivo simple y casi televisivo, pero realizado en película por alguien convertido en fantasma. Frontalmente, Oliveira rememora así, como luego en otros momentos de la película, elementos de su propia vida, de la de su familia y de la historia de Portugal (la película mostrará una reconstrucción ficcional de un episodio biográfico bajo la dictadura de Salazar, home-movies, un testimonio de su mujer, fotografías…).
La casa está personificada, asimilada a un testigo de una genealogía, que ha asistido a cuarenta años de una vida, ha visto morir a parientes, pero también fiestas y casamientos. Después, intervienen voces de las que nunca veremos la fuente: un hombre y una mujer que dialogan, como visitantes invisibles, que parecen deambular de pieza en pieza por la casa, vacía de seres humanos, recorriendo la intimidad burguesa, más bien aristocrática (fotografías familiares, camas, cuarto de baño) hasta un jardín visto desde un balcón (los árboles son testigos tal vez todavía más flagrantes del tiempo que pasa). Las voces, en línea con las de las películas de Duras, acompañan también planos en movimiento, separados por cortos fundidos a negro, y nombran lo que vemos, dudan, interrogan, comparan la arquitectura con la de un navío, se pelean con una cierta ironía y mucha inquietud. La cámara avanza y oímos ruido de pasos ¿son los de los visitantes de ficción o los del pequeño equipo de filmación? La música romántica de piano logra comunicar la tonalidad espectral y melancólica, “viscontiana”, como tras las huellas de un mundo en proceso de desaparición, ya desaparecido.