Un día en el campo

Jean Renoir, Francia, 1936, Solaris Distribution

Comentario

Los Dufour, familia de pequeños comerciantes parisinos, acompañados por su dependiente, Anatole, han venido a pasar el domingo en el campo. Apenas llegados, la jovencita Henriette se siente alterada por la naturaleza, por “una especie de ternura por todo, una especie de vago deseo”, que le da ganas de llorar. Dos jóvenes remeros, clientes habituales del restaurante a la orilla del río, advierten a la jovencita y a su madre; invitan a las mujeres a dar un paseo en esquife.

Henriette acepta la propuesta de Henri y lo acompaña a una pequeña isla. Llegados a esa “habitación particular”, son recibidos por un sonido, un canto, el de un ruiseñor, testigo del lugar, que pertenece a otro reino. Hay que agacharse para pasar a través de la vegetación y así encontrarse protegidos de las miradas, al abrigo del mundo social. El lugar tiene su perímetro, “cerrado como una casa”, un ramaje en forma de pequeña hamaca pende de un árbol, como una puerta que abrir.

El lugar es parecido a una cabaña infantil, rodeada de una frontera simbólica, como un círculo mágico. El montaje paralelo entre los dos jóvenes serios por un lado -por el otro la madre y Rodolphe que juguetean- refuerza la singularidad del momento vivido por Henriette en ese lugar preciso, como un secreto, dramatizado por la música. La presencia del ruiseñor, posado sobre su árbol como un observador de los deseos, actúa como una bienvenida mágica, una especie de bendición acordada por la naturaleza para que Henriette ceda a Henri y para que una lágrima ruede sobre su rostro, en primer plano.