Comentario

Una elipsis y un cartel nos conducen varios años después del abrazo de Henri y Henriette; esta se ha casado, como estaba arreglado, con Anatole, el ridículo dependiente. La cámara está posada sobre la isla, como si esperara pacientemente desde hace mucho. Vemos a Henri acercarse en su esquife, que viene hacia el mismo árbol que el de la primera vez con Henriette. Advierte una barca que indica la presencia de otros seres humanos, camina por el mismo sendero a la orilla del río y el reconocimiento por parte del espectador de las mismas partes del lugar produce ya una emoción y un suspenso acompañados por la música y el viento que remueve la vegetación.

Después Henri ve algo fuera de campo y que no parece asombrarlo (como un signo del destino). Se detiene delante del ramaje en forma de columpio, puerta simbólica.

Ahora, la cámara va a buscar a Henriette, a quien descubrimos sentada de espaldas, al lado de Anatole, que está durmiendo la siesta. Como alertada, se da vuelta: la cámara la acompaña en su recorrido hacia Henri; una y otro quedan separados por el plano-contraplano, cada cual de un lado de la rama, para confesarse que el recuerdo de ese famoso domingo nunca los ha abandonado.

El diálogo es breve, las miradas silenciosas: ironía del destino, Henriette tal vez eligió llevar a su nuevo marido a este lugar para evocar mejor el idilio pasado con Henri. El vuelo dramático musical y las lágrimas de Henriette, el grito nasal del marido llamando a su mujer a su lado, seguido de la partida de los esposos en el fondo de la imagen, mientras que Henri los mira, fumando su cigarrillo, todo esto insiste con crueldad en la separación total entre el mundo del deseo y el del yugo social. El amor entre Henriette y Henri decididamente no ha podido tener lugar más que de manera efímera y clandestina en ese lugar apartado. La cámara, al final del fragmento, termina por hacer un paneo sobre el agua, metáfora del tiempo que pasa y del ritmo de la naturaleza.