Alfred Hitchcock, Estados Unidos, 1940, Tamasa Distribution
Comentario
La apertura solemne del portal por parte de un empleado, bajo la noble galería, marca la entrada de la pàreja de Winter, recién casada, en el dominio conyugal. La situación tiene de particular que el esposo aquí está en su casa, que es viudo y que, por lo tanto, todo un pasado preexiste al nuevo matrimonio. En el auto, la nueva señora de Winter también siente un estremecimiento, como si, una vez franqueado el perímetro, el aire se hubiese helado, como anunciando un mal presagio. La angustia aumenta para este personaje (y la actriz Joan Fontaine expresa con mucha fuerza esta inquietud creciente) a medida que el auto avanza por el sendero bordeado por el bosque -el bosque constituye clásicamente en los relatos ese espacio que hay que atravesar, como una zona de misterio y de oscuridad, antes de acceder al lugar prometido o deseado. Sobreviene la lluvia, que cae cada vez más densa y que hace penoso el viaje al reducir la visibilidad.
La aparición de la mansión de Manderley no es sino más deslumbrante, luminosa a pesar de la lluvia y aureolada en el arco del círculo del parabrisas, mientras que la música se hace cada vez más amplia y lírica para sostener las emociones del personaje femenino. Los criados, como duendes, se apresuran y vienen a escoltar a la pareja a la entrada, atendida por el ejército de servidores del lugar, listos para presenciar un rito de pasaje: la cámara retrocede ahora para mostrar a la pareja avanzando hacia todos esos testigos. Luego, es un juego rostros en planos y contraplanos, centrados en el cuadro y mirando casi de frente a la cámara, lo que convierte en muy frontal el intercambio entre el ama de llaves, la señora Danvers, y la señora de Winter, que se ve sometida a una prueba iniciática. Ella pierde los guantes (y Hitchcock insiste con un insert del accesorio) y recogerlos se convierte en un desafío de relaciones de dominación. Sin duda, la nueva esposa todavía no había medido hasta qué punto penetrar en ese nuevo lugar iba a significar la necesidad de imponer allí su lugar, so pena de desaparecer. La cámara vuelve a centrarse sobre el rostro de la señora Danvers, guadiana de Manderley, rostro sobre el cual, en el fondo, cae la lluvia en reflejo y que después da paso al reloj, como para inscribir, dentro de lo que hubiera podido anunciarse como un nuevo comienzo, un pasado inexorable que sin cesar le será recordado a los personajes.
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La apertura solemne del portal por parte de un empleado, bajo la noble galería, marca la entrada de la pàreja de Winter, recién casada, en el dominio conyugal. La situación tiene de particular que el esposo aquí está en su casa, que es viudo y que, por lo tanto, todo un pasado preexiste al nuevo matrimonio. En el auto, la nueva señora de Winter también siente un estremecimiento, como si, una vez franqueado el perímetro, el aire se hubiese helado, como anunciando un mal presagio. La angustia aumenta para este personaje (y la actriz Joan Fontaine expresa con mucha fuerza esta inquietud creciente) a medida que el auto avanza por el sendero bordeado por el bosque -el bosque constituye clásicamente en los relatos ese espacio que hay que atravesar, como una zona de misterio y de oscuridad, antes de acceder al lugar prometido o deseado. Sobreviene la lluvia, que cae cada vez más densa y que hace penoso el viaje al reducir la visibilidad.
La aparición de la mansión de Manderley no es sino más deslumbrante, luminosa a pesar de la lluvia y aureolada en el arco del círculo del parabrisas, mientras que la música se hace cada vez más amplia y lírica para sostener las emociones del personaje femenino. Los criados, como duendes, se apresuran y vienen a escoltar a la pareja a la entrada, atendida por el ejército de servidores del lugar, listos para presenciar un rito de pasaje: la cámara retrocede ahora para mostrar a la pareja avanzando hacia todos esos testigos. Luego, es un juego rostros en planos y contraplanos, centrados en el cuadro y mirando casi de frente a la cámara, lo que convierte en muy frontal el intercambio entre el ama de llaves, la señora Danvers, y la señora de Winter, que se ve sometida a una prueba iniciática. Ella pierde los guantes (y Hitchcock insiste con un insert del accesorio) y recogerlos se convierte en un desafío de relaciones de dominación. Sin duda, la nueva esposa todavía no había medido hasta qué punto penetrar en ese nuevo lugar iba a significar la necesidad de imponer allí su lugar, so pena de desaparecer. La cámara vuelve a centrarse sobre el rostro de la señora Danvers, guadiana de Manderley, rostro sobre el cual, en el fondo, cae la lluvia en reflejo y que después da paso al reloj, como para inscribir, dentro de lo que hubiera podido anunciarse como un nuevo comienzo, un pasado inexorable que sin cesar le será recordado a los personajes.