Vemos claramente en esta secuencia cómo los dos jugadores delimitan y privatizan un espacio de juego para su uso exclusivo, en el gran espacio de juego colectivo que es el del patio de recreo. Allí juegan “a la casa”, que arreglan con palitos desparramados en el patio.
No han elegido un espacio neutro, sino un rincón del patio que se prestaba por su misma estructura a esta privatización, con dos pequeños muros que delimitan “naturalmente” un espacio circunscripto, con diferencias de nivel, un espacio fácilmente habitable en la imaginación.
Las ramitas objetivamente sin importancia que están tiradas por el patio se convierten en tesoros inestimables para ellos, por los que están dispuestos a hacer la guerra contra todo invasor o vándalo. En cierto momento, el niño ataca valientemente a un chico mucho más grande y fuerte que él, de tan importante que es para él el desafío de preservar el universo del juego. Los “atacantes” se quedan totalmente fuera del universo un poco autista de la pequeña pareja. Entre ellos y los dos niños no hay la reciprocidad que regula ciertos juegos de ataque del tipo de “indios y vaqueros”. Los asaltantes están movidos por una simple pulsión de ataque y de pillaje que los empuja a robar o a dispersar las ramitas que no tienen para ellos ningún valor lúdico o imaginario.
Ese juego de la casa implica también las relaciones hombre-mujer, de las que es un modelo reducido. Al principio, es ella la que sale a buscar las ramitas por el patio, mientras que él está en posición de dueño de casa y director del juego. Luego ella manifiesta su deseo de quedarse “en casa” y el niño acepta ese cambio de roles. Pero cuando ella expresa su deseo de descansar en su departamento, es él quien decide el lugar del cuarto y la postura que debe “representar” en su juego el estado de sueño.
Comentario
Vemos claramente en esta secuencia cómo los dos jugadores delimitan y privatizan un espacio de juego para su uso exclusivo, en el gran espacio de juego colectivo que es el del patio de recreo. Allí juegan “a la casa”, que arreglan con palitos desparramados en el patio.
No han elegido un espacio neutro, sino un rincón del patio que se prestaba por su misma estructura a esta privatización, con dos pequeños muros que delimitan “naturalmente” un espacio circunscripto, con diferencias de nivel, un espacio fácilmente habitable en la imaginación.
Las ramitas objetivamente sin importancia que están tiradas por el patio se convierten en tesoros inestimables para ellos, por los que están dispuestos a hacer la guerra contra todo invasor o vándalo. En cierto momento, el niño ataca valientemente a un chico mucho más grande y fuerte que él, de tan importante que es para él el desafío de preservar el universo del juego. Los “atacantes” se quedan totalmente fuera del universo un poco autista de la pequeña pareja. Entre ellos y los dos niños no hay la reciprocidad que regula ciertos juegos de ataque del tipo de “indios y vaqueros”. Los asaltantes están movidos por una simple pulsión de ataque y de pillaje que los empuja a robar o a dispersar las ramitas que no tienen para ellos ningún valor lúdico o imaginario.
Ese juego de la casa implica también las relaciones hombre-mujer, de las que es un modelo reducido. Al principio, es ella la que sale a buscar las ramitas por el patio, mientras que él está en posición de dueño de casa y director del juego. Luego ella manifiesta su deseo de quedarse “en casa” y el niño acepta ese cambio de roles. Pero cuando ella expresa su deseo de descansar en su departamento, es él quien decide el lugar del cuarto y la postura que debe “representar” en su juego el estado de sueño.