Tim Burton, Estados Unidos, 1990, Twentieth Century Fox
Comentario
Peg Boggs es representante de productos de belleza: es su oficio ir de un lugar a otro. Recibe una recepción hostil en el barrio residencial que visita: los habitantes le cierran sistemáticamente la puerta en la nariz. Contrariada y desalentada, Peg percibe en el reflejo de su retrovisor la silueta de un castillo, que se yergue sobre el lugar. Ve entonces en esa gran vivienda una nueva y última oportunidad y decide ir.
La puesta en escena pone en evidencia el contraste entre el mundo de abajo (el de las familias y de la “normalidad”) y el mundo de lo alto (el de la criatura y lo desconocido): la fuerte presencia de colores sobre las paredes de los chalets, destacados por el sol y la luz, se opone al gris del castillo y el aspecto apagado de todo lo que rodea la montaña. La llegada en auto primero es mostrada en picado, detrás de las ramas muertas y una estatua gótica en primer plano: ese juego entre las tomas en picado y en contrapicado guiará toda la secuencia, haciendo a Peg muy pequeña frente a ese edificio que la aplasta desde su gran altura. Antes de que ella penetre realmente en el castillo, parece necesario todo un tiempo de acercamiento y de observación, primero desde el auto en el sendero, después, pasado el portal, a pie por el jardín, donde se abre camino con dificultad. Avanza lentamente, deslumbrada por la precisión con que los árboles están podados y la belleza de este primer acceso (en el jardín se observan los únicos colores del lugar, como un vínculo posible con el mundo de abajo) y la cámara gira alrededor de lo que ella ve. La música acompaña su descubrimiento, mezcla de curiosidad y miedo. Un nuevo plano picado muy acentuado nos sugiere la presencia de un observador al que no conocemos aún. Peg empuja una pesada puerta (nuevo franqueamiento) y la cámara la espera en el interior, muy lejos, lo que la vuelve de nuevo minúscula en el espacio muy oscuro. El color del auto y el su vestimenta liso y pastel como las casas, así como su función a priori frívola y asociada a su pequeña presentación habitual (“soy su embajadora Avon”) se destacan mucho en este lugar inquietante cuyo interior, tras las “esculturas” del jardín, se deja ahora descubrir lleno de máquinas abandonadas (comprendemos que son las dejadas por el antiguo propietario, un inventor muerto). El espectador descubre así de entrada los indicios, las huellas dejadas en el lugar, antes de asistir en la secuencia siguiente al encuentro con el personaje principal, Edward, todavía más esperado desde que a ella se le ha anunciado por todo ese tiempo de acercamiento.
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Peg Boggs es representante de productos de belleza: es su oficio ir de un lugar a otro. Recibe una recepción hostil en el barrio residencial que visita: los habitantes le cierran sistemáticamente la puerta en la nariz. Contrariada y desalentada, Peg percibe en el reflejo de su retrovisor la silueta de un castillo, que se yergue sobre el lugar. Ve entonces en esa gran vivienda una nueva y última oportunidad y decide ir.
La puesta en escena pone en evidencia el contraste entre el mundo de abajo (el de las familias y de la “normalidad”) y el mundo de lo alto (el de la criatura y lo desconocido): la fuerte presencia de colores sobre las paredes de los chalets, destacados por el sol y la luz, se opone al gris del castillo y el aspecto apagado de todo lo que rodea la montaña. La llegada en auto primero es mostrada en picado, detrás de las ramas muertas y una estatua gótica en primer plano: ese juego entre las tomas en picado y en contrapicado guiará toda la secuencia, haciendo a Peg muy pequeña frente a ese edificio que la aplasta desde su gran altura. Antes de que ella penetre realmente en el castillo, parece necesario todo un tiempo de acercamiento y de observación, primero desde el auto en el sendero, después, pasado el portal, a pie por el jardín, donde se abre camino con dificultad. Avanza lentamente, deslumbrada por la precisión con que los árboles están podados y la belleza de este primer acceso (en el jardín se observan los únicos colores del lugar, como un vínculo posible con el mundo de abajo) y la cámara gira alrededor de lo que ella ve. La música acompaña su descubrimiento, mezcla de curiosidad y miedo. Un nuevo plano picado muy acentuado nos sugiere la presencia de un observador al que no conocemos aún. Peg empuja una pesada puerta (nuevo franqueamiento) y la cámara la espera en el interior, muy lejos, lo que la vuelve de nuevo minúscula en el espacio muy oscuro. El color del auto y el su vestimenta liso y pastel como las casas, así como su función a priori frívola y asociada a su pequeña presentación habitual (“soy su embajadora Avon”) se destacan mucho en este lugar inquietante cuyo interior, tras las “esculturas” del jardín, se deja ahora descubrir lleno de máquinas abandonadas (comprendemos que son las dejadas por el antiguo propietario, un inventor muerto). El espectador descubre así de entrada los indicios, las huellas dejadas en el lugar, antes de asistir en la secuencia siguiente al encuentro con el personaje principal, Edward, todavía más esperado desde que a ella se le ha anunciado por todo ese tiempo de acercamiento.