Acompañamos la marcha de Edmund por las ruinas de Berlín en la inmediata posguerra (la película se filmó en 1947): los frecuentes planos generales documentan la amplitud de la destrucción de la ciudad, en el medio de la cual el personaje parece perdido. Sin embargo, no es solamente lo real asociado al rodaje como escenario natural lo que más le interesa al director y lo que quiere mostrarnos. A través de la mirada de Edmund, a medida que deambula, y de planos cada vez más cercanos, entramos en su subjetividad y se nos revela otro mundo: el de la desesperación de Edmund (ha cometido un acto irreversible, siguiendo los consejos perversos de su antiguo profesor), librado a sí mismo en una ciudad y una sociedad devastadas. Aunque los gérmenes de la ficción parecen querer dar una explicación psicológica a esta tristeza insondable (los niños que juegan y lo rechazan), es ante todo por falsos raccord de miradas que experimentamos literalmente su desesperación: el plano de la iglesia y del sacerdote -vanos socorros, figuras despojadas de autoridad a las que Edmund les da deliberadamente la espalda- de la calzada agujereada donde improvisa una rayuela en un gesto reflejo infantil, edificios destrozados cuya función original ya no sabemos comprender, adultos consagrados a su tarea de reconstrucción y que no le prestan atención, abandonándolo a su suerte. Si la música dramatiza la situación, también lo hacen los gestos mecánicos del actor y del personaje, esa marcha errática ritmada por el ruido de sus pasos que nos atraen, forzándonos a enfrentar esta realidad que adquiere valor de toma de conciencia y nos conmueve más allá de discursos explicativos: la de un niño abandonado por todas las figuras de autoridad, solo, heredero tan solo de un mundo en ruinas.
Comentario
Acompañamos la marcha de Edmund por las ruinas de Berlín en la inmediata posguerra (la película se filmó en 1947): los frecuentes planos generales documentan la amplitud de la destrucción de la ciudad, en el medio de la cual el personaje parece perdido. Sin embargo, no es solamente lo real asociado al rodaje como escenario natural lo que más le interesa al director y lo que quiere mostrarnos. A través de la mirada de Edmund, a medida que deambula, y de planos cada vez más cercanos, entramos en su subjetividad y se nos revela otro mundo: el de la desesperación de Edmund (ha cometido un acto irreversible, siguiendo los consejos perversos de su antiguo profesor), librado a sí mismo en una ciudad y una sociedad devastadas. Aunque los gérmenes de la ficción parecen querer dar una explicación psicológica a esta tristeza insondable (los niños que juegan y lo rechazan), es ante todo por falsos raccord de miradas que experimentamos literalmente su desesperación: el plano de la iglesia y del sacerdote -vanos socorros, figuras despojadas de autoridad a las que Edmund les da deliberadamente la espalda- de la calzada agujereada donde improvisa una rayuela en un gesto reflejo infantil, edificios destrozados cuya función original ya no sabemos comprender, adultos consagrados a su tarea de reconstrucción y que no le prestan atención, abandonándolo a su suerte. Si la música dramatiza la situación, también lo hacen los gestos mecánicos del actor y del personaje, esa marcha errática ritmada por el ruido de sus pasos que nos atraen, forzándonos a enfrentar esta realidad que adquiere valor de toma de conciencia y nos conmueve más allá de discursos explicativos: la de un niño abandonado por todas las figuras de autoridad, solo, heredero tan solo de un mundo en ruinas.